Don Ramón María del Valle-Inclán. A través de Ramón Gómez de la Serna, de Xavier Albertí (Teatre Principal)  | por Juan Jiménez García

Están las palabras. Entre las palabras, está el aire, el vacío. A veces, el abismo. Pero, entre todo, también está el gesto. El gesto, el cuerpo, la presencia. Aquí, Pedro Casablanc, inmenso. El lenguaje se llena de matices, el cuerpo de Valle Inclán está ahí y no es él ni pretende ser parecido. Solo un matiz en la pronunciación. En realidad, quién habla, es Ramón Gómez de la Serna. La verdad es lo que recordamos. No sé si la frase es así en la obra. En todo caso, este es uno de esos momentos en los que la propia frase se convierte en argumento, en razón. Casablanc es Gómez de la Serna, Valle Inclán, tal vez nunca él mismo. Baila, canta, se lanza sobre el piano, juega luego interpreta o interpreta luego juega, no sabría decir el orden exacto. Xavier Albertí le da el espacio. Albertí está cómodo con un piano en escena y esa luz. Aquí el piano también salta de frase en frase, puntualiza, se hace materia o se queda ahí detrás, como un paisaje que recorrer. Recuerdo el Cid de José Luis Gómez. No entendí absolutamente nada del texto, y sin embargo, las palabras se sostenían, eran sustancia, su propia sustancia. El piano es Mario Molina, las luces son de Juan Gómez Cornejo, es decir, vienen del más allá. Gómez de la Serna no pretendía contar la vida y obra del gallego. Pretendía trazar una miniatura, uno de esos paisajes encerrados en una bola, que, agitados, toman vida. Agita y vuelve a agitar. Se pierde un brazo, se gana un escritor, que tiene la ventaja de carecer de amo, llegan guerras, feas guerras, y detenciones, tertulias. Antes se ha ido a México porque la innegable razón de que su nombre contiene una equis. Están los enemigos y los aduladores. Los primeros deben ser combatidos y de los segundos hay que evitar hasta la sangre. Con todo ello, solo el esperpento podía explicar el mundo. Hasta su entierro podía explicar. Una vez nombrado, todo era esperpento. 

Hay un aire de teatro de variedades, como un número final cuando todo acabó ya. Ese número después del último número es Pedro Casablanc, punteado con bombillas a ras de suelo, con nada más, con un piano al lado, con una musiquilla alrededor de él, envuelto en noche, atravesado por iluminaciones, poseído de poesía, humor, sentido del tiempo y esos saltitos juguetones de Gómez de la Serna, ese gusto por las palabras que tienen cuerpo y peso, capaz de atrapar el aire de Valle, su libertad sin medida, meterlo en un retrato y esperar que los años nos trajesen un Albertí capaz de convertir esto en un acto escénico. Pedro Casablanc ya se había enfrentado a sí mismo en Hacia la alegría, de Oliver Py. Pero allí, uno tenía la sensación de que el importante era el propio Py, con una aparatosa escenografía y aparatoso texto, que devoraba por momentos al actor, a su excelencia, y que era como la antítesis de la de Xavier Albertí. Xavier Albertí aprecia ese estar ausente en su presencia de director de escena. Lo entrega todo al actor, también la escenografía. Ya ocurría así en Te diré siempre la verdad, con sus muy queridos Lluisa Cunillé y Lluís Homar. Si Casablanc enlaza con algo, es su casi monólogo del Yo, Feuerbach, de Tankred Dorst. Desde allá llega hasta acá, con ese algo de inalcanzable. Una lástima que una obra así no llene un teatro (otro fracaso más como espectadores). Los que estábamos, tampoco escasos, aplaudimos puestos en pie. Al menos queda un poco de esperanza si somos capaces de reconocer la grandeza del oficio de comediante cuando sale a nuestro encuentro.


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